XXIV Domingo ordinario
Primera lectura
“El Señor Dios me ha hecho oír sus palabras
y yo no he opuesto resistencia,
ni me he echado para atrás.
Ofrecí la espalda a los que me golpeaban,
la mejilla a los que me tiraban de la barba.
No aparté mi rostro de los insultos y salivazos.Pero el Señor me ayuda,
por eso no quedaré confundido,
por eso endurecí mi rostro como roca
y sé que no quedaré avergonzado.
Cercano está de mí el que me hace justicia,
¿quién luchará contra mí?
¿Quién es mi adversario? ¿Quién me acusa?
Que se me enfrente.
El Señor es mi ayuda,
¿quién se atreverá a condenarme?”
Salmo Responsorial
Amo al Señor porque escucha
el clamor de mi plegaria,
porque me prestó atención
cuando mi voz lo llamaba.
R. Caminaré en la presencia del Señor.
Redes de angustia y de muerte
me alcanzaron y me ahogaban.
Entonces rogué al Señor
que la vida me salvara.
R. Caminaré en la presencia del Señor.
El Señor es benigno y justo,
nuestro Dios es compasivo.
A mí, débil, me salvó
y protege a los sencillos.
R. Caminaré en la presencia del Señor.
Mi alma libró de la muerte;
del llanto los ojos míos,
y ha evitado que mis pies
tropiecen por el camino.
Caminaré ante el Señor
por la tierra de los vivos.
R. Caminaré en la presencia del Señor.
Segunda lectura
Hermanos míos: ¿De qué le sirve a uno decir que tiene fe, si no lo demuestra con obras? ¿Acaso podrá salvarlo esa fe?
Supongamos que algún hermano o hermana carece de ropa y del alimento necesario para el día, y que uno de ustedes le dice: “Que te vaya bien; abrígate y come”, pero no le da lo necesario para el cuerpo, ¿de qué le sirve que le digan eso? Así pasa con la fe; si no se traduce en obras, está completamente muerta.
Quizá alguien podría decir: “Tú tienes fe y yo tengo obras. A ver cómo, sin obras, me demuestras tu fe; yo, en cambio, con mis obras te demostraré mi fe”.
Aclamación antes del Evangelio
No permita Dios que yo me gloríe en algo
que no sea la cruz de nuestro Señor Jesucristo,
por el cual el mundo está crucificado para mí
y yo para el mundo.
R. Aleluya.
Evangelio
En aquel tiempo, Jesús y sus discípulos se dirigieron a los poblados de Cesarea de Filipo. Por el camino les hizo esta pregunta: “¿Quién dice la gente que soy yo?” Ellos le contestaron: “Algunos dicen que eres Juan el Bautista; otros, que Elías; y otros, que alguno de los profetas”.
Entonces él les preguntó: “Y ustedes ¿quién dicen que soy yo?” Pedro le respondió: “Tú eres el Mesías”. Y él les ordenó que no se lo dijeran a nadie.
Luego se puso a explicarles que era necesario que el Hijo del hombre padeciera mucho, que fuera rechazado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, que fuera entregado a la muerte y resucitara al tercer día.
Todo esto lo dijo con entera claridad. Entonces Pedro se lo llevó aparte y trataba de disuadirlo. Jesús se volvió, y mirando a sus discípulos, reprendió a Pedro con estas palabras: “¡Apártate de mí, Satanás! Porque tú no juzgas según Dios, sino según los hombres”.
Después llamó a la multitud y a sus discípulos, y les dijo: “El que quiera venir conmigo, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y que me siga. Pues el que quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida por mí y por el Evangelio, la salvará”.