When I was growing up, I regularly heard about the “Old Country”: Poland and Slovakia and other places from which my Eastern European relatives had emigrated. The Old Country sounded far away and long ago. It was all left behind for something presumably better: better jobs, better homes, better schools and, of course, freedom from the threat of despotic wolves tramping across the land. Life was good in the New Country. But I sensed that any of them, given half the chance and airfare, wouldn’t hesitate to leave it all behind yet again and go back to the Old Country.
Jesus calls his disciples to travel to a New Country, sustained and supported by nothing but his Spirit. He instructs us to leave behind our baggage, all those props and possessions: a way of being, a dependence, a someone, a something, M&Ms, scotch, our great obsession—leave it. He calls us to trust that, with him, we can live free of all that, that we’ll find all we need in the New Country.
Henri Nouwen writes,
You keep crossing and recrossing the border. For a while you experience a real joy in the New Country. But then you feel afraid and start longing again for all you left behind, so you go back to the Old Country. To your dismay, you discover that the Old Country has lost its charm. Risk a few more steps into the New Country, trusting that each time you enter it, you will feel more comfortable and be able to stay longer.
Risk a few more steps into the New Country. There, in Jerusalem, you shall find your comfort.
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Cuando estaba creciendo, regularmente escuchaba sobre el “Old Country” o “Viejo País,” “Viejo Pueblo,” lo que mis parientes de Europa del este llamaban Polonia y Eslovaquia y otros lugares de los que habían emigrado. El Viejo Pueblo sonaba como muy lejano y de hace mucho tiempo. Todo quedó atrás por algo presumiblemente mejor: mejores empleos, mejores hogares, mejores escuelas y, por supuesto, libertad de la amenaza de lobos déspotas que pisotean su nación. La vida era buena en el Nuevo Pueblo. Pero sentí que cualquiera de mis parientes, dada la oportunidad y el pasaje aéreo, no hubieran dudado en dejarlo todo atrás una vez más y regresar al Viejo Pueblo.
Jesús llama a sus discípulos a viajar a un Nuevo País, sostenidos y apoyados por nada más que su Espíritu. Nos instruye a dejar atrás nuestro equipaje, todos esos accesorios y posesiones: una forma de ser, una dependencia, alguien, algo, M&Ms, tequila, tamales, nuestra gran obsesión—déjalos. Él nos llama a confiar en que nosotros, con él, podemos vivir libres de todo eso, que encontraremos todo lo que necesitamos en el Nuevo País.
Henri Nouwen escribe:
Sigues cruzando y volviendo a cruzar la frontera. Por un tiempo experimentamos una verdadera alegría en el Nuevo País. Pero luego sientes miedo y comienzas a anhelar de nuevo todo lo que dejaste atrás, así que regresas al Viejo País. Para tu consternación, descubres que el Viejo País ha perdido su encanto. Arriesga unos pasos más en el Nuevo País, confiando en que cada vez que entres en él, te sentirás más cómodo y podrás quedarte más tiempo.
Arriesgar unos pasos más en el Nuevo País. Allí, en Jerusalén, serán ustedes consolados.