I admire those who excel at entertaining, who have a gift for hospitality. Most impressive are those who are unruffled with last minute guests, or who can throw something together at a moment’s notice or after a full workday. I take vacation days to plan and execute a dinner party. The art of being a host escapes me.
Spontaneous production eludes me in other ways. My homilies are scripted—to the word. I fancy myself more a writer than preacher. I envy those who get up without a script, without a net, and talk. The great spiritual writer, Father Henri Nouwen, was one of those. If he were preaching at a Sunday Mass, he’d open up the gospel after breakfast, take ten minutes to integrate it, and go out and preach intelligently and passionately. His biographer said that he could do this because Henri was always connected to Jesus, always in conversation with God. Fixed prayer times didn’t come easily to him. Henri could be fidgety, distracted, looking at his watch. His natural prayer style was his constant and ongoing conversation with the Lord. One can visualize him muttering to Jesus at his side as he went about his life and writing and pastoring.
In his biography of Nouwen, Lonely Mystic, Michael Ford writes,
The difference between unceasing thinking and unceasing prayer [is] that prayer [is] thinking in dialogue. It [is] a move from self-centered monologue to a divine conversation with God.
A retreat director once told me Jesus is my “constant companion.” Since I embraced that reality, I’ve rarely doubted that Jesus is always with me, in good times and in bad, in anxious times, depressed times, all the time. But too often I let Jesus just stand there, not allowing him to speak. Too often I choose my stale monologue to a fresh dialogue, the divine conversation that might save me.
Choosing the better part: Jesus Christ, the gracious host and perfect guest, constant companion and consummate conversationalist.
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Admiro a aquellos que sobrasalen en el entretenimiento, que tienen un don para la hospitalidad. Lo más impresionante son aquellos que no se preocupan por los invitados inesperados, esos que llegan de improviso, o que pueden preparar algo después de un día de trabajo. Necesito tomar una semana para ejecutar una cena. El arte de ser anfitrión no se me da, no es lo mio.
El ser espontáneo en mi trabajo tampoco es lo mio. Mis homilías están escritas, a la palabra. Soy un escritor más que un predicador. Envidio a los que se levantan sin un guión, sin red, y hablan. El gran escritor de la espiritualidad, Henri Nouwen, fue uno de ellos. Si estuviera predicando en una misa dominical, abriría el evangelio después del desayuno, se tomaría diez minutos para integrarlo y saldría a predicar de manera inteligente y apasionada. Su biógrafo dijo que podía hacer esto porque Henri siempre estaba conectado con Jesús, siempre en conversación con Dios. Los tiempos fijos de oración para él no fueron fáciles. Podía estar inquieto, distraído, mirando a menudo su reloj. Su estilo de oración natural era su conversación constante y continua con el Señor. Uno puede visualizarlo murmurando a Jesús a su lado mientras avanzaba en su vida, su escribir y su ministerio.
Michael Ford escribe en su biografía sobre Nouwen, Lonely Mystic(Místico solitario):
La diferencia entre el pensamiento incesante y la oración incesante [es] que la oración [es] pensar en diálogo. Es un paso del monólogo egocéntrico a una conversación divina con Dios.
Un director de retiro me dijo una vez que Jesús es mi “compañero constante”. Desde que acepté esa realidad, rara vez he dudado de que Jesús siempre está conmigo, en los tiempos buenos y en los malos, en los tiempos ansiosos, y en los tiempos deprimidos, todo el tiempo. Pero con demasiada frecuencia Jesús se quede allí, sin permitirle hablar. Con demasiada frecuencia prefiero mi monólogo pasado que al diálogo fresco, la conversación divina que podría salvarme.
Escogiendo la mejor parte: Jesucristo, el anfitrión amable e invitado perfecto, compañero constante y conversador consumado.