On the day before Mother’s Day in 2003, my mom was dying, the blood vessels around her heart and brain inflamed. We celebrated the Anointing of the Sick. After anointing her forehead, I rubbed the oil into her dishpan hands. I also anointed her weathered feet, surprised by how old they looked. I was sad but grateful for this last intimacy, realizing that this may have been the first time I’d ever touched her feet, or even seen them without socks or slippers. I was without words, unable, or perhaps unwilling, to call up the formula for the last rites that I’d uttered over hundreds of other dying mothers. I was rattled by my mother’s fixed eyes: a noticeably deeper-than-ever blue that morning.
Every week I have at least a couple of conversations about why, despite all the conflicts that come with being Catholic, we keep coming back. We deplore the misogyny and sexism and clericalism embedded in our leadership structure and are outraged by the treatment of those with certain sexual identities. Yet there’s our noble social justice heritage, our remarkable geographical and cultural breadth, and our communal life. And there’s something about that bread. The sacrament thing. About the Anointing of the Sick, Mary Gordon writes,
…[it] touches that part of the broken body that doctors, social workers, and loving family and friends cannot approach.
We often turn to a certain few formulas to relieve our wounds. That works once-in-a-while, more or less: a temporary fix. Only an encounter with the divine—sometimes in a bit of bread or smear of oil—penetrates the roots of our wounded body and spirit that no one else can approach. In a well-reported study, it was found that only one in ten lepers experienced deep healing in his encounter with Jesus. Yes, Jesus’ touch cleansed his skin, but it likewise undid his abandonment and rejection and lifted him out of shame. It renewed his joy. It was a rush of ultimate love and affection, a divine embrace, a radical cure.
Every now and then, in our encounters with Jesus (once in ten?) we manage to open ourselves to much more than we’d expected or imagined. Maybe that’s why we keep coming back.
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El día antes del Día de la Madre en 2003, mi madre estaba muriendo, los vasos sanguíneos alrededor de su corazón y cerebro se inflamaron. Celebramos la Unción de los Enfermos. Después de ungir su frente, froté el aceite en sus manos secas. También ungí sus pies desgastados, y me sorprendió por la edad que parecían. Estaba triste pero agradecido por esta última intimidad. No pude decir las palabras para los últimos ritos que había pronunciado sobre cientos de otras madres moribundas. Me sacudieron los ojos fijos de mi madre: tenían un azul más profundo que nunca esa mañana.
Cada semana tengo al menos un par de conversaciones sobre por qué, a pesar de todos nuestros conflictos que vienen con ser católicos, seguimos regresando. Deploramos el sexismo insertado en la estructura de liderazgo del clero y nos indignamos por el trato a aquellos con ciertas identidades sexuales. Sin embargo, tenemos un herencia noble de justicia social, una amplitud geográfica y cultural notable, y una vida comunitaria. Y hay algo en ese pan y ese aceite. Tal sacramento, Mary Gordon escribe,
… toca esa parte del cuerpo roto a la que los médicos, los trabajadores sociales y los familiares y amigos amorosos no pueden acercarse.
A menudo recurrimos a ciertas personas y cosas para aliviar nuestras heridas. Eso funciona de vez en cuando, más o menos. Pero sólo un encuentro con lo divino, siendo tocado por Jesús, aunque sólo sea a través de un poco de pan o una mancha de aceite, penetra en esas partes de nuestro cuerpo y espíritu rotos a las que nadie más puede acercarse. En un estudio bien conocido, se encontró que solo uno de cada diez leprosos permitió que su encuentro con Jesús tocara su núcleo. Sí, sanó su piel, pero también deshizo su abandono y rechazo y lo levantó de la vergüenza. Le trajo alegría. Fue una experiencia suprema de amor y afecto, un abrazo divino y una calidad de vida que llamamos eterna.
De vez en cuando, en nuestros encuentros con Jesús, nosotros también experimentamos mucho más de lo que esperábamos o imaginábamos. Tal vez por eso seguimos regresando.