Friday was the feast day of St. Óscar Romero and the 43rd anniversary of his assassination while saying Mass in the chapel of a cancer center in San Salvador. St. Óscar endured some measure of fear, knowing that he could be gunned down at any time, hated by the military government for his advocacy of the poor and the elevation of their voices. But his fear was met with his confidence that he was held as God’s beloved. It couldn’t, it wouldn’t stop a bullet, but it assured him resurrection. “If they kill me,” he said, “I shall rise again in the Salvadoran people.” The Gospel was unstoppable.
The death of Lazarus not only saddened Jesus, it “perturbed” him. A more accurate translation might be that it infuriated him. He couldn’t tolerate the stranglehold that death had on his friends, dashing their hopes and crushing their spirit. Martha knew Jesus could do something about it. But the government had been out to get him for some time—for his advocacy of the poor and the elevation of their voices—and this act would be sure to get their attention. Yet Jesus was confident he was God’s beloved. He was resolute in the face of the threat of death, so sure he was of resurrection. The Gospel was unstoppable.
We all have many and varied reasons for going to church and belonging to a parish. But the central purpose for attaching ourselves to a Christian community and raising our children here generation after generation is to be schooled in a way of living where death has lost its power, its sting. All our practices and programs stem from that fundamental fact. As he did at Lazarus’ tomb, Jesus invites us to take away the stone, the stones, that separate us and others from new life. We do not believe in death without resurrection. Untied, unbound, unfettered, we are freed for the work of the Gospel—that is, to partner with Jesus Christ to untie, unbind, and unfetter—to advocate for the poor and elevate their voices. Freed from the fear of death, we, God’s beloved, are unstoppable.
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El viernes fue la fiesta de San Óscar Romero, el 43 aniversario de su asesinato que sucedio mientras decía misa en la capilla de una clínica de cáncer en San Salvador. San Óscar soportó cierta medida de miedo, sabiendo que podía ser asesinado a tiros en cualquier momento, odiado por el gobierno militar por su defensa de los pobres y la elevación de sus voces. Pero su temor fue recibido con su confianza de que era considerado como el amado de Dios. No podía, no detendría una bala, pero le aseguró la resurrección. “Si me matan”, dijo, “resucitaré en el pueblo salvadoreño”. El Evangelio era imparable.
La muerte de Lázaro no sólo conmovió a Jesús, lo enfureció. No podía tolerar el dominio que la muerte tenía sobre sus amigos, frustrando sus esperanzas y aplastando su espíritu. Marta sabía que Jesús podía hacer algo al respecto. Pero el gobierno había estado tratando de atraparlo durante algún tiempo, por su defensa de los pobres y la elevación de sus voces. Sin embargo, estaba seguro de que era el amado de Dios. Estaba resuelto frente a la amenaza de muerte, tan seguro de que estaba de la resurrección. El Evangelio era imparable.
Todos tenemos muchas y variadas razones para ir a la iglesia y pertenecer a una parroquia. Pero el propósito central para unirnos a una comunidad cristiana y criar a nuestros hijos aquí generación tras generación es ser educados en una forma de vida donde la muerte ha perdido su poder, su aguijón. Todas nuestras prácticas y programas se derivan de ese hecho fundamental. Como lo hizo en la tumba de Lázaro, Jesús nos invita a quitar la piedra, las piedras, que nos separan a nosotros y a los demás de la nueva vida. No creemos en la muerte sin resurrección. Desatados, sin ataduras, sin restricciones, somos liberados para la obra del Evangelio—es decir, asociarse con Jesucristo para desatar—para abogar por los pobres y elevar sus voces. Liberados del miedo a la muerte, nosotros, los amados de Dios, somos imparables.