Early in life we’re told that sticks and stones may break our bones, but words are harmless. Big fat lie. Being a chubby kid, and chubby teen, and chubby young adult, and chubby old man, I was leveled by hurtful words and, in turn, learned that name-calling was a convenient weapon. The slurs are more wicked as we get older, epithets that give people the mark of some alien species or pronounce them defective or contemptible.
Scholars have offered various interpretations that soften Jesus’ name-calling in today’s gospel. But the fact remains, the architects of today’s scripture put the word on Jesus’ lips: he calls the woman a “dog.” She pushed his buttons. She wasn’t Jewish, but Canaanite, a foreigner with strange gods and rituals. And she was a woman, a single mother, in a man’s world.
But the putdown rolls right off her. If she’d been looking for a handout, she might have just walked away. But it’s her child’s life that’s at stake. Her tenacity and audacity get Jesus’ attention: “great faith,” unimaginable in a Canaanite. Jesus’ prejudices are undone, and his vision is enlarged. He responds generously.
Jesus’ transformation is instructive. He gives us an example of dismantling a lifetime of bias and judgment. He got a new perspective from someone he didn’t value or like all that much, apparently. What moved him was her selfless, single-minded, unrelenting commitment to making her beloved child’s situation better. Perhaps that’s at the heart of today’s insistent cries for justice and equity: it’s about the children. Is this period of social and cultural upheaval doing anything to undo our biases and judgments and enlarge our vision? Have we responded with generosity, or more fear and name-calling?
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Hay una canción infantil en inglés que dice: “Palos y piedras pueden romper mis huesos, pero las palabras nunca me harán daño”. Esa es una mentira enorme. Siendo un niño gordito, y un adolescente gordito, y un joven gordito, y un viejo gordito, estaba muy herido y, a su vez, aprendí que los insultos eran un arma conveniente. Los insultos son más malvados a medida que envejecemos, epítetos que declaran a las personas que tienen algún defecto o son despreciados. Tal vez haya sentido esa picadura en la cultura estadounidense.
Los eruditos han ofrecido varias interpretaciones que suavizan el insulto de Jesús en el evangelio de hoy. Pero la palabra está en los labios de Jesús: él llama a la mujer un “perro”. Ella no era judía, sino cananea, una extranjera con dioses y rituales extraños. Y ella era una mujer, una madre soltera, en un mundo de hombres.
Pero el insulto se le escapa. Si hubiera estado buscando una limosna, podría haberse alejado. Pero se trata de la vida de su hija. Su tenacidad y audacia cautivan a Jesús: “gran fe”, inimaginable en un cananeo. Los prejuicios de Jesús se deshacen, y su visión se amplía. Él responde generosamente.
La transformación de Jesús nos instruye. Él nos da un ejemplo de desmantelar una vida de juicios. Obtuvo una nueva perspectiva de alguien que aparentemente no le gustaba mucho. Lo que lo conmovió fue su compromiso desinteresado, decidido e implacable de mejorar la situación de su amada hija. Tal vez eso esté en el corazón de los gritos insistentes de hoy por justicia y equidad: se trata de los niños. ¿Está este período de agitación social y cultural haciendo algo para deshacer nuestros juicios y ampliar nuestra visión? ¿Hemos respondido con generosidad, o al contrario con más miedo e insultos?