An essay/sermon by Rabbi Sharon Brous appeared in last week’s New York Times. She recounted a third-century Jewish practice when Jews would go on pilgrimage to the Temple Mount in Jerusalem. Entering its massive plaza, the pilgrims would turn right, and circle the Temple. But those who were mourning or suffering in any way, as well as those ostracized and the excommunicated, would turn to the left and walk in the opposite direction. When the pilgrims came upon those struggling, they would ask them, “What happened to you? Why does your heart ache?” (Note that they didn’t ask, “What’s wrong with you?” but “What happened to you?”) After listening to the response, they would offer a blessing: “May the Holy One comfort you. You are not alone.”
Perhaps it was Jesus himself who inspired such a practice through his ministry of blessing the suffering, the marginalized, and the ostracized, his blurring the barrier between clean and unclean. Jesus’ claim to be the very representation of God’s loving outreach to all enraged the scribes and clergy who seemed overly preoccupied with who was worthy or not of God’s regard. “What is this?” they asked.
More than a few Catholic clergy and scribes continue to be enraged at the Vatican’s recent letter on the pastoral meaning of blessings, especially as it applies to “couples of the same sex” and “couples in irregular situations,” as it names them: in other words, the ostracized, the marginalized, the “unclean.” Just as Jesus was the incarnation of God’s love, so, through Christ, the letter states, God has communicated to his Church the power to bless. It claims:
The blessing is transformed into inclusion, solidarity, and peacemaking. It is a positive message of comfort, care, and encouragement. The blessing expresses God’s merciful embrace and the Church’s motherhood.
So, go and bless someone today. Say, “May the Holy One comfort you. You are not alone.” And if you come upon someone whom you or others think unclean, offensive, or a threat to the very fabric of society, blessed are you.
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Un ensayo de la rabina Sharon Brous apareció en el New York Times la semana pasada. En este relató una práctica judía del siglo III cuando los judíos iban en peregrinación al Monte del Templo en Jerusalén. Al entrar en su plaza, los peregrinos giraban a la derecha y rodeaban el templo. Pero los que estaban de luto o sufrían de alguna manera, así como los condenados al destierro y los excomulgados, giraban a la izquierda y caminaban en la dirección opuesta. Cuando los peregrinos se encontraban con los que luchaban, les preguntaban: “¿Qué te pasó? ¿Por qué te duele el corazón?” Después de escuchar la respuesta, ofrecían una bendición: “Que el Santo te consuele. No estás solo”.
Tal vez fue Jesús mismo quien inspiró tal práctica a través de su ministerio de bendecir a los que sufren, a los marginados y a los condenados al destierro, desdibujando la barrera entre lo limpio y lo impuro. La afirmación de Jesús de ser la representación misma del alcance amoroso de Dios a todos enfureció a los escribas y clérigos que parecían demasiado preocupados por saber quién era digno o no de la consideración de Dios. “¿Qué es esto?”, preguntaron.
Muchos clérigos y escribas católicos siguen enfurecidos por la reciente carta del Vaticano sobre el sentido pastoral de las bendiciones, especialmente en lo que se refiere a “parejas del mismo sexo” y “parejas en situaciones irregulares”: en otras palabras, los condenados al destierro, los marginados, los “impuros”. La carta afirma que “a través de Cristo, Dios comunica a su Iglesia el poder de bendecir”. Dice:
La bendición se transforma en inclusión, solidaridad y pacificación. Es un mensaje positivo de consuelo, atención y aliento. La bendición expresa el abrazo misericordioso de Dios y la maternidad de la Iglesia.
Entonces, ve y bendice a alguien hoy. Di: “Que el Santo te consuele. No estás solo”. Y si te encuentras con alguien que tú u otros consideran impuro, ofensivo o una amenaza para el tejido mismo de la sociedad, bendito eres tú.