Last week, I mentioned my 30-day retreat where, in a profound encounter with Jesus Christ, I came to know him, like never before, as my constant companion, always and everywhere with me. It remains an exhilarating and pivotal moment in my life that I’ve lived out of ever since. That was July of 1991. In October of ‘91, I was hospitalized for depression. As you might imagine, being plunged into such hopelessness and despair made me question whether I’d made the whole retreat thing up, that Jesus’ companionship was only the fanciful product of my imagination, a sham. Had God abandoned me?
At some point, I turned to the first chapter of St. Mark’s gospel. In verse 11, Jesus hears a voice from the heavens say, “You are my beloved Son; with you I am well pleased.” In verse 12, the beloved Son was driven into the desert. The Spirit “drove” him, we’re told, meaning “threw” or “thrust” him. He was “tempted by Satan” and “among wild beasts,” indicating something well beyond run-of-the-mill camping challenges. Perhaps among his temptations, Jesus questioned whether that voice from the heavens was only the fanciful product of his imagination, a sham. Had God abandoned him?
No. The angels were his constant companions. He trusted the covenant and believed in the gospel. He was loved by God and forever would be.
Everyone knows what it means to be in the desert, to be among the beasts of hopelessness and despair, if not for 40 days, at least a few. Yet it is there in the desert, or on the cross—wherever we come to our limits, whenever we remember that we are dust and to dust we shall return—it is there, more than anywhere, where we are primed for an encounter with the power and promise of God.
Remember that you are loved and to love you shall return.
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La semana pasada, mencioné mi retiro de 30 días en el que experimenté un encuentro profundo con Jesucristo, llegando a conocerlo, como nunca antes, como mi compañero constante. Para mi fue emocionante. Eso fue en julio de 1991. En octubre de ‘91, fui hospitalizado por depresión. Como se podrán imaginar, caer tan pronto en tal desesperanza y desesperación me hizo preguntarme si me había inventado todo el asunto del retiro, que la compañía constante de Jesús era solo el frágil producto de mi imaginación o una farsa por completo. ¿Había sido yo abandonado?
En algún momento, volví al primer capítulo del evangelio de San Marcos. En el versículo 11, Jesús oye una voz del Cielo que dice: “Tú eres mi Hijo, el amado.” En el versículo 12, el amado fue empujado al desierto. El Espíritu “lo empujó”, se nos dice, queriendo decir “lo arrojó”. Fue “tentado por Satanás” y “entre los animales salvajes”: algo bastante más que los desafíos rutinarios de la vida. Tal vez entre sus tentaciones, Jesús se preguntó si esa voz del Cielo era solo el frágil producto de su imaginación, o una farsa. ¿Lo había abandonado Dios?
No, Dios no lo abandonó. Los ángeles eran sus compañeros constantes. Creía en la alianza y en el evangelio. Fue amado por Dios y lo sería para siempre.
Todo el mundo sabe lo que significa pasar, si no 40, al menos unos días en el desierto, estar entre las bestias de la desesperanza y la desesperación. Sin embargo, es allí, en el desierto o en la cruz, dondequiera que encontremos nuestros propios límites, cuando recordemos que somos polvo y al polvo volveremos, donde, más que en ningún otro lugar, encontramos el poder y la promesa de Dios.
Recuerda que eres amado y al amor volverás.