A couple of weeks ago, someone said to me, “Your homily: you’ve told that story before.” Indeed, I had. I frequently look at what I wrote three or six or eighteen years ago on that Sunday’s readings. Sometimes I think, “That was brilliant. Let’s do it again.” When I went back to this Sunday’s homilies, I found a lot of Transfiguration stories, but not a word on the sacrifice of Isaac. I’ve avoided this complicated and disturbing scene. To have “knife,” “slaughter,” and “son” in one sentence seems altogether too much for a Sunday morning, especially with children in the room. But it gripped me this time. And it called up a saying familiar to writers: “Kill your darlings.” You kill your darlings when you get rid of an unnecessary storyline, scene, words, or sentences that you love, that you’ve painstakingly crafted, but which really don’t serve the overall story. Stephen King says, “Even when it breaks your egocentric little scribbler’s heart, kill your darlings.”
To give up chocolate or chardonnay for Lent is dear but doesn’t begin to get to the heart of the matter. Fasting, prayer, and almsgiving is meant to seriously reset the sine qua non of the Christian enterprise: that is, to surrender any practice, any person, anything that comes between us and God, to rid ourselves of idols. Fasting creates the emptiness for the one and only God to fill. Because all else is temporary. Everything and everyone will pass—everything and everyone—but God.
George MacDonald writes that, “It is the lovely creatures God has made all around us…that, until we know Him, save us from the frenzy of aloneness.” Those lovely ones all around us—spouses, partners, parents, children, companions, friends—are created to soothe us. Yet all of us have longings and yearnings that no one can answer. All of us need radical and absolute help that no human being can provide. We all rely on something—animal, vegetable, or mineral, a process, a practice, some narcotic—as a fix, something to get by. We have to get rid of elements that don’t serve our overall story. In other words, “Kill your darlings.”
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Hace un par de semanas, alguien me dijo: “Tu homilía: ya has contado esa historia antes”. De hecho, lo había hecho. Con frecuencia miro lo que escribí hace tres, seis o dieciocho años en las lecturas de ese domingo. A veces pienso: “Eso fue brillante. Hagámoslo de nuevo”. Cuando volví a las homilías de este domingo, encontré muchas historias de la Transfiguración, pero ni una palabra sobre el sacrificio de Isaac. He evitado esta complicada e inquietante escena. Tener “cuchillo”, “degollar”, e “hijo” en una sola frase parece demasiado para un domingo por la mañana, especialmente con niños en la habitación. Pero esta vez me atrapó. Y evocó un dicho familiar para los escritores: “Mata a tus cariños”. Matas a tus cariños cuando te deshaces de una historia, escena, palabras u oraciones innecesarias que te encantan, que has elaborado minuciosamente, pero que realmente no sirven a la historia en general. Stephen King dice: “Incluso cuando rompa tu corazón egocéntrico de garabato pequeño, mata a tus cariños”.
Renunciar al chocolate o a la cerveza durante la Cuaresma es una cosa buena, pero no llega a lo que es realmente importante. El ayuno, la oración y la limosna están destinados a restablecer seriamente la condición sine qua non de la empresa cristiana: es decir, renunciar a cualquier práctica, a cualquier persona, a cualquier cosa que se interponga entre nosotros y Dios, para deshacernos de los ídolos. El ayuno crea el vacío para que el único Dios lo llene. Porque todo lo demás es temporal: todas las cosas, todas las personas, menos Dios.
George MacDonald escribió que, “Son las hermosas criaturas que Dios ha hecho a nuestro alrededor…que, hasta que lo conozcamos, nos salve del frenesí de la soledad”. Esos seres queridos que nos rodean (cónyuges, parejas, padres, hijos, compañeros, amigos) están creados para calmarnos. Sin embargo, todos tenemos anhelos que nadie puede responder. Todos necesitamos una ayuda radical y absoluta que ningún ser humano puede proporcionar. Todos dependemos de algo—animal, vegetal o mineral, un proceso, una práctica, algún narcótico— como una solución, algo para sobrevivir. Tenemos que deshacernos de los elementos que no sirven a nuestra historia en general. En otras palabras, “Mata a tus cariños”.