At some point in my adolescence, I sat my parents down in the living room to berate them for not loving me. I don’t remember exactly what I presented as evidence, but I suspect that, among other things, I accused them of being inadequate in their expression of affection, both verbally and physically, how incapable they were of meaningful conversation, how they didn’t “get” me and failed to meet my needs. I brought them to tears. Rather immediately, I appreciated how utterly confounded and deeply hurt they were. For, in fact, there was no one more important in their lives than I. Everything they did they did for me: my father’s three jobs, the house, food, clothing, an education, more and more and more, everything, always, was unearned, unbidden, unbounded love for me. In words that echoed the prodigal father, they said, “Everything we have is yours. How could you possibly think we don’t love you?” But I missed it. I didn’t get it.
In the popular book, The 5 Love Languages, author and pastor, Gary Chapman, explores how we express and receive love in ways that both we and the other find meaningful. Chapman’s five primary modes or “languages” are: words of affirmation, quality time, receiving gifts, acts of service, and physical touch.
God’s “love language” is expressed succinctly in arguably the most well-known bible verse, John 3:16. “For God so loved the world that he gave his only Son.” God became incarnate in Jesus to be with us, to live with us, walk with us, touch us, embrace us, hold us—all of it, as St. Paul says today, a grace, a kindness, a gift. But sadly, we miss it, we don’t get it. When it comes to being beloved by God, we, many of us, are forever skeptical adolescents.
This season of renewal calls us to claim and reclaim our primal identity as beloved daughters and sons, to choose the truth of who we really are, to appreciate the language of God’s love in the incarnation, the crucifixion, and the resurrection. Everything God has is ours: unearned, unbidden, unbounded.
***
En algún momento de mi juventud, senté a mis padres en la sala para regañarlos por no amarme. No recuerdo exactamente lo que presenté como evidencia, pero sospecho que, entre otras cosas, los acusé de no demostrarme su afecto y su cariño, tanto verbal como físicamente, y de lo incapaces que eran de mantener una conversación significativa conmigo. Los hice llorar. De inmediato, me di cuenta de lo profundamente confundidos y heridos que estaban. Porque, de hecho, no había nadie más importante en sus vidas que yo. Todo lo que hacían, lo hacían por mí: los tres trabajos de mi padre, la casa, la comida, el vestido, la educación, cada vez más, todo, siempre, era un amor inmerecido, no solicitado, ilimitado para mí. Con palabras que se hicieron eco del padre pródigo, dijeron: “Todo lo que tenemos es tuyo. ¿Cómo es posible que pienses que no te amamos?” Pero me lo perdí. No lo entendí.
En el libro, Los 5 lenguajes del amor, el autor y pastor, Gary Chapman, explora cómo expresamos y recibimos amor de maneras que tanto nosotros como el otro encontramos significativas. Los cinco modos o “lenguajes” principales del autor son: palabras de afirmación, tiempo de calidad, recibir regalos, actos de servicio y contacto físico.
El “lenguaje del amor” de Dios se expresa brevemente en el versículo bíblico más conocido, Juan 3:16: “Porque tanto amó Dios al mundo, que le entregó a su Hijo único.” Dios se encarnó en Jesús para estar con nosotros, para vivir con nosotros, para caminar con nosotros, para tocarnos, para abrazarnos, todo ello, como dice San Pablo hoy, una gracia, una bondad, un don. Pero, lamentablemente, lo perdimos, no lo entendemos. Cuando se trata de ser amados por Dios, muchos de nosotros somos adolescentes escépticos para siempre.
Esta temporada de renovación nos llama a reclamar nuestra identidad primordial como hijas e hijos amados, a elegir la verdad de quiénes somos realmente, a apreciar el lenguaje del amor de Dios en la encarnación, la crucifixión y la resurrección. Todo lo que Dios tiene es nuestro: inmerecido, no solicitado, ilimitado.