Archbishop Oscar Romero was assassinated on March 24, 1980. Six days later, on Palm Sunday, more than 50,000 were present for his funeral in the square outside the cathedral of San Salvador. There, 40 people died after a bomb explosion, gunfire, and an ensuing stampede.
A few months before his death, Romero lamented, “Our human strength can do no more…we are stuck in a dead-end alley…politics and diplomacy achieve nothing here, everything is destruction and disaster, and to deny it is madness.” But with radical faith that the evildoers would not have the last word, Romero added, “Over these ruins of ours the glory of the Lord will shine. That is the great mission that Christians have at this critical moment: keeping hope alive.” Jesuit Ignacio Ellacuría, who himself would be murdered by the military in 1989, said, upon the future saint’s death, “With Archbishop Romero, God passed through El Salvador.”
Today’s gospel story ends with Jesus’ heroic mission collapsing on a cross: to all appearances, an abject failure. The current state of the world, and, perhaps, the current state of our own hearts, would have us conclude likewise concerning Jesus’ power to save. But at this critical moment, when human strength can do no more, our very presence here is evidence that we remain resolute in thegreat Christian mission to keep hope alive, echoing God’s promise that the evildoers will not have the last word: the glory of the Lord will shine over any ruins left in their wake. It’s reasonable that the cross might be the site of faith tested or abandoned. But thanks to Jesus Christ, the cross, any cross, is a portal to faith fortified. Faith does not die on the cross but is reborn there. That was the way of St. Oscar. That is the wisdom of Christ Crucified. That is the grace, the blessing, the triumph of the cross.
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Monseñor Óscar Romero fue asesinado el 24 de marzo de 1980. Seis días después, el Domingo de Ramos, más de 50.000 personas asistieron a su funeral en la plaza de la catedral de San Salvador. Allí, 40 personas murieron después de la explosión de una bomba, por los disparos y por la subsiguiente estampida.
Unos meses antes de su muerte, Romero se lamentaba: “Nuestra fuerza humana no puede más…estamos atrapados en un callejón sin salida…la política y la diplomacia no logran nada aquí, todo es destrucción y desastre, y negarlo es una locura”. Pero con una fe radical en que los malhechores no tendrían la última palabra, Romero añadió: “Sobre estas ruinas nuestras resplandecerá la gloria del Señor. Esa es la gran misión que tienen los cristianos en este momento crítico: mantener viva la esperanza”. El jesuita Ignacio Ellacuría, quien sería asesinado por los militares en 1989, dijo, tras la muerte del futuro santo: “Con Monseñor Romero, Dios pasó por El Salvador”.
La historia del evangelio de hoy termina con la misión heroica de Jesús colapsando en una cruz: a todas luces, un miserable fracaso. El estado actual de este mundo, y, tal vez, el estado actual de nuestros propios corazones, nos haría concluir de la misma manera con respecto al poder de Jesús para salvar. Pero en este momento crítico, cuando la fuerza humana no puede hacer más, nuestra presencia aquí es evidencia de que permanecemos decididos en la gran misión cristiana de mantener viva la esperanza, haciéndose eco de la promesa de Dios de que los malhechores no tendrán la última palabra: la gloria del Señor brillará sobre cualquier ruina que quede a su paso. Es razonable que la cruz sea el lugar de la fe probada o abandonada. Pero gracias a Jesucristo, la cruz, cualquier cruz, es un portal a la fe profundizada. La fe no muere en la cruz: renace allí. Ese fue el camino de San Romero. Esa es la sabiduría de Cristo Crucificado. Esa es la gracia, la bendición, y el triunfo de la cruz.