I was in a group last week that was led through a guided meditation: feet planted on the floor, back straight but relaxed, eyes closed. We were asked to recall a notable storm that we’d experienced. After a few blizzards and thunderstorms crossed my mind, the great Fridley tornado of 1965 came roaring into view. My dad wasn’t home that night, but working his second job, so my mom took my brothers and me to the neighbors’ to ride out the storm there. Huddled in the eerie green glow of the basement, we were silent, our attention fixed on the serious wind and the serious voices on a crackling transistor radio. Then it came. It actually did sound like a freight train. I was terrified.
Later that night, Mom assured us that the storm had passed, and we were safe. Although lightning continued to flash, we reluctantly headed up to bed. Sometime later, I heard my dad’s sure, muted, midnight voice downstairs. Only then, did I fall asleep.
We find ourselves in a world and time of increasingly more numerous and more serious weather events—meteorological expressions, it seems, of so many other instances of disturbing, even surreal turbulence in this country and so many others. At times, it terrifies me. And there’s no basement to huddle in and ride it out.
“Why are you terrified?” Jesus asks, “Do you not yet have faith?” Of course I have faith! I think. Sort of. Hmm… My not yet having faith, my fear of the world’s storms and all the personal ones, is always coupled with Lord’s ceaseless pleading for trust: “Trust that I love you always and forever. Trust that I am holding you safely and will to the end and beyond. Trust that now and forever you are never alone.” As terrifying as the stormy sea may be, Jesus is in the boat, reassuring us again and again with his sure, muted, midnight voice.
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La semana pasada estuve en un grupo que fue guiado a través de una meditación: pies plantados en el suelo, espalda recta pero relajada, ojos cerrados. Se nos pidió que recordáramos una tormenta relevante que hayamos experimentado. Después de que algunas tormentas de nieve y tormentas eléctricas cruzaran por mi mente, el gran tornado de Fridley de 1965 apareció rugiendo a la vista. Mi papá no estaba en casa esa noche, sino que estaba trabajando en su segundo trabajo, así que mi mamá nos llevó a mis hermanos y a mí a casa de los vecinos para resistir la tormenta allí. Acurrucados en el espeluznante resplandor verde del sótano, permanecimos en silencio, con la atención puesta en el fuerte viento y las voces serias en una radio. Entonces llegó. De hecho, sonaba como un tren de mercancías. Estaba aterrorizado.
Más tarde esa noche, a pesar de que los relámpagos seguían brillando, mamá nos aseguró que la tormenta había pasado y que estábamos a salvo. Nos dirigimos a la cama a regañadientes. Algún tiempo después, escuché la voz tranquila y apagada, la voz de medianoche de mi padre en el piso de abajo. Solo entonces me quedé dormido.
Nos encontramos en un mundo y una época con un clima serio, un expresión meteorológica, al parecer, de tantos otros casos de turbulencias globales inquietantes, incluso surrealistas. A veces, me aterroriza. Y no hay un sótano para acurrucarse y resistir.
“¿Por qué tenían tanto miedo?” Jesús pregunta. “¿Aún no tienen fe?” ¡Por supuesto que tengo fe! Creo que sí. Bueno…más o menos. Hmm… Mi falta de fe, con mi temor a las tormentas del mundo y a todas las tormentas personales, siempre va unido a la incesante súplica del Señor por la confianza: “Confía en que te amo y te amo para siempre. Confía en que te estoy abrazando y te abrazaré hasta el final y más allá. Confía en que ahora y siempre nunca estarás solo.” Por muy aterrador que sea el mar tempestuoso, Jesús está en la barca, tranquilizándonos una y otra vez con su voz tranquila y apagada, su voz de medianoche.