I read a woman’s reminiscence about her anguished days as a teen when she felt unable to leave the house because of severe acne on her face. One day her father asked if he might offer a suggestion. Leading her to the bathroom sink, he leaned over it and splashed water on his face, telling her, “On the first splash, say, ‘In the name of the Father,’ and on the second, ‘in the name of the Son,’ and on the third, ‘in the name of the Holy Spirit.’ Then look up into the mirror and remember that you are a child of God, full of grace and beauty.”
The question of why Jesus was baptized for the repentance of sin when he had no sin to repent of is only a distraction given the gorgeous implications of today’s gospel. Unlike other accounts, Luke emphasizes that Jesus was baptized alongside others. He stood in a long line under the blazing sun with everyone else, signaling his readiness to step into our human condition and its struggles.
In my understanding, sacraments add nothing to the world, per se, but celebrate what is already there. Not unlike John the Baptist himself, sacraments point to and elevate the Divine—in this case, already and ever present. Baptism, after the manner of Jesus’, doesn’t necessarily transform a sinner into a saint, but celebrates what it already there, something that easily eludes us: that we are lovely, that we are beloved, already and always. That is Holy Spirit. That is fire.
Again, Symeon the New Theologian writes, “Christ awakens as the Beloved in every last part of our body.” Whether from a sacred font or bathroom sink, a daily splash of water on our acned or wrinkled face, or our soft belly or crooked toes or broken heart, can move us to embrace and embody every day the great baptismal epiphany: “Christ awakens as the Beloved in every last part of our body.”
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Leí una remembranza de una mujer sobre sus días cuando era adolescente y se sentía incapaz de salir de casa debido a un acné severo en la cara. Un día, su padre le preguntó si podía ofrecerle una sugerencia. La llevó al lavabo del baño, se inclinó sobre él y le echó agua en la cara, diciéndole: “En la primera salpicadura, di: ‘En el nombre del Padre’, y en la segunda, ‘en el nombre del Hijo’, y en la tercera: ‘En el nombre del Espíritu Santo’. Luego mírate en el espejo y recuerda que eres una hija de Dios, llena de gracia y belleza”.
La pregunta de por qué Jesús fue bautizado para el arrepentimiento del pecado cuando no tenía ningún pecado del cual arrepentirse es solo una distracción dadas las hermosas implicaciones del evangelio de hoy. A diferencia de otros relatos, Lucas enfatiza que Jesús fue bautizado junto con otros. Se paró en la larga fila baja el sol abrasador con todos los demás, señalando su disposición a entrar en nuestra condición humana y sus luchas.
A mi entender, los sacramentos no aportan nada al mundo, per sí mismos, sino que celebran lo que ya está ahí. Al igual que el mismo Juan Bautista, los sacramentos señalan y elevan a la Divinidad: en este caso. ya presente y siempre presente. El bautismo, no muy diferente al de Jesús, no transforma a un pecador en un santo, sino que celebra lo que ya está ahí, algo que fácilmente se nos escapa: que somos hermosos, que somos amados, ya y siempre. Ese es el Espíritu Santo. Eso es fuego.
San Simeón el Nuevo Teólogo escribe: “Cristo despierta como el Amado en cada una de las partes de nuestro cuerpo”. Ya sea desde una pila sagrada o desde el lavabo del baño, cada salpicadura de agua en nuestro rostro con acné o arrugas, o nuestro estómago flácido o dedos torcidos o corazón roto, puede movernos a abrazar y encarnar esa epifanía bautismal: “Cristo despierta como el Amado en cada una de las partes de nuestro cuerpo”.