In his book, Falling Upward: A Spirituality for the Two Halves of Life, Father Richard Rohr maintains that we spend the first half of our life figuring things out, accumulating, and striving to achieve our goals. And the last half of life is spent undoing much of what we did the first half as we claim and embrace our essence, becoming who we truly are by subtraction more than addition.
At a younger age, I bristled at the bible’s comparing us to sheep. Sheep are dumb, right? Mindless followers. Well, no. Sheep are, in fact, highly intelligent creatures. But highly dependent. For those who have little strength to defend against a predator, the readiness to follow the leader isn’t a deficiency but a strength. To put it another way, sheep are created to trust. They put their confidence, they put their lives, in the hands of the guy in the lead who, hopefully, is a good shepherd, someone willing to risk their life for the flock.
In this, the last half of my life, from here on out, I think I’m ready to be led. I’ve gotten rather tired of all the aimless, pointless wandering, all the needless detours with their inevitable dead ends. I need a good shepherd. I’m ready, finally, I think, I hope, to surrender to his lead.
At the end of his life, psychologist Carl Jung was asked by one of his students what his pilgrimage of life had been. Jung answered, “[It] consisted in my having to climb down a thousand ladders until I could reach out my hand to the little clod of earth that I am.”
In one’s younger years, climbing up the ladder is necessary and often exhilarating. The later descent can be tricky, but what a relief. What peace at last to be on solid ground and embrace the little creature that we are, grateful to be led, pleased to be carried, by the loving, the tender, the good shepherd.
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El padre Richard Rohr escribe que pasamos la primera mitad de nuestra vida resolviendo cosas, acumulando y esforzándonos por alcanzar nuestras metas. Y la última mitad de la vida se pasa deshaciendo gran parte de lo que hicimos en la primera mitad a medida que reclamamos y abrazamos nuestra esencia, convirtiéndonos en lo que realmente somos por sustracción más que por la adición.
A una edad más temprana, me irritaba que la Biblia nos comparara con ovejas. Las ovejas son tontas, ¿verdad? Seguidores descerebrados. ¡No! De hecho, las ovejas son criaturas muy inteligentes. Pero altamente dependientes. Para aquellos que tienen poca fuerza para defenderse de un depredador, la disposición a seguir al líder no es una deficiencia, sino una fortaleza. Para decirlo de otra manera, las ovejas son creadas para confiar. Ponen su confianza, ponen sus vidas, en las manos del hombre que va a la cabeza que, con suerte, es un buen pastor, alguien dispuesto a arriesgar su vida por el rebaño.
En esta, la última mitad de mi vida, creo que estoy listo para ser guiado. Me he cansado bastante de ser un vagabundo sin rumbo y sin sentido, de todos los desvíos innecesarios con sus inevitables callejones sin salida. Necesito un buen pastor. Estoy listo, finalmente, creo, espero, para rendirme a su liderazgo.
Al final de su vida, uno de sus alumnos le preguntó al psicólogo Carl Jung cuál había sido su peregrinación por la vida. Jung respondió: “Consistía en que tenía que bajar mil escaleras hasta que pudiera extender mi mano hasta el pequeño terrón de tierra que soy”.
En los años más jóvenes, subir la escalera es necesario y, a menudo, estimulante. El descenso posterior puede ser complicada, pero qué alivio. Qué paz al fin estar en tierra firme y abrazar a la pequeña criatura que somos, agradecidos de ser guiados, complacidos de ser llevados por el pastor tierno y amoroso, el buen pastor.