“We were hoping that he would be the one.”
We were hoping. We were hoping that she would get better. We were hoping that he would change. We were hoping that she would stop, hoping that we could work it out, hoping that it was just a fluke. We were hoping. We were so hoping.
The downcast disciples on the road to Emmaus utter perhaps the three saddest words in all the gospels: “We were hoping.” They go on to tell the tale of how their hope collapsed on a cross. The stranger walking with them might have said, “But when God closes a door, he opens a window.” Lutheran pastor Nadia Bolz-Weber writes that whenever a well-meaning someone says that to her, she immediately looks around for that open window so that she can push them out of it. The stranger on the road did not urge the grieving disciples to look on the bright side, to just cheer up, but encouraged them with the truth that only a God who has himself suffered can bring any real hope of resurrection. He explained that, despite the Christ’s suffering, death, burial, and descent into hell, they still had reason to hope.
What was true for Jesus and the disciples on the road to Emmaus is true for us, disciples on other roads. The resurrection of Jesus Christ assures us that in the face of our suffering, deaths, burials, and occasional descents into hell, there’s not just a chance that God will intervene, but a guarantee of such intervention. We don’t know when, where, or how it might happen, but it will. Bolz-Weber writes that,
…despite every disappointing thing we have ever done or that we have ever endured…there is no hell from which resurrection is impossible. The Christian faith is one that kicks at the darkness until it bleeds daylight.*
It is not mere optimism or wishful thinking but Christian hope that burns within us, fueling the faith that kicks relentlessly at the darkness until daylight at last appears.
h/t: Bruce Cockburn
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“Esperábamos que él fuera el único”.
Esperábamos. Esperábamos que mejorara. Esperábamos que cambiara. Esperábamos que se detuviera, que pudiéramos resolverlo, que solo era temporal. Esperábamos. Esperábamos tanto.
Los discípulos abatidos en el camino a Emaús pronuncian quizás la palabra más triste de todos los evangelios: “Esperábamos”. Continúan contando la historia de cómo su esperanza se derrumbó en una cruz. El extraño que caminaba con ellos podría haber dicho: “Pero cuando Dios cierra una puerta, abre una ventana”. La pastora luterana Nadia Bolz-Weber escribe que cada vez que alguien le dice eso, inmediatamente mira a su alrededor en busca de esa ventana abierta para poder empujarlos fuera de ella. El extraño en el camino no les dijo a los discípulos afligidos que se animaran, pero los animó con la verdad de que sólo un Dios que ha sufrido puede traer alguna esperanza real de resurrección. Explicó que a pesar del sufrimiento, la muerte, el entierro y el descenso a los infiernos del Mesías, todavía tenían razón para esperar.
Lo que fue verdad para Jesús y los discípulos en el camino a Emaús es verdad para nosotros, que somos discípulos en otros caminos. La resurrección de Jesucristo nos asegura que frente a nuestro sufrimiento, muerte, sepultura y descensos ocasionales al infierno, no solo existe la posibilidad de que Dios intervenga, sino una garantía. No sabemos cuándo, dónde o cómo podría suceder, pero que lo hará está asegurado. La reverenda Bolz-Weber escribe que,
… a pesar de cada cosa decepcionante que hemos hecho o que hemos soportado … no hay infierno del cual la resurrección sea imposible. La fe cristiana es aquella que patea en la oscuridad hasta que sangra la luz del día.
Más que mero optimismo, es la esperanza cristiana la que nos hace patear en la oscuridad hasta que sangra la luz del día.