The novel, The Illumination, by Kevin Brockmeier, tells of a miraculous happening at 8:17 one Friday night, when life as we know it is altered by one degree: all human pain begins to manifest itself as light. From a shaving cut to cancer, wounds glow, aches radiate, illnesses shine. Brockmeier writes,
No one could disguise his pain anymore. You could hardly step out in public without noticing the white blaze of someone’s impacted heel showing through her slingbacks; and over there, hailing a taxi, a woman with shimmering pressure marks where her pants cut into her gut; and behind her, beneath the awning of a flower shop, a man lit all over in a glory of leukemia.
It is significant, of course, that Jesus’ wounds remained after his resurrection. While they may still sting at times, his wounds don’t seem to wound him anymore. And he didn’t hide them. They were the mark of his authenticity. That Jesus had wounds was clearly important to Thomas. They were an opening, a pathway to a new, deeper relationship. For us, too, those wounds can be a conversation starter with Jesus, shared experience, common ground, a pathway to a new, deeper relationship. Imagine: our Lord and God with wounds.
Instinctively and skillfully, we disguise our pain and hide our wounds. We’re well practiced at that. What if we, in the manner of Jesus, recognized our wounds as honorable, and our pain the most potent, the most beautiful thing about us?
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La novela, La iluminación, cuenta la historia de un milagro, cuando la vida tal como la conocemos se altera en un grado: todo el dolor humano comienza a manifestarse como si fuera luz. Desde un corte de afeitado hasta el cáncer, las heridas brillan, los dolores irradian, las enfermedades brillan: literalmente.
Es significativo, por supuesto, que las heridas de Jesús permanecieron después de su resurrección. Si bien todavía pueden picar a veces, sus heridas ya no parecen herirlo. No los escondió. Fueron la marca de su autenticidad. Lo que Jesús había sufrido era claramente importante para Tomás. Las heridas de Jesús fueron una apertura, un camino hacia una relación aún más profunda entre ellos. Esas heridas pueden ser para nosotros como un iniciador de conversación con Jesús, una experiencia compartida, un terreno común, un camino hacia una relación aún más profunda. Nuestro Señor y Dios también tiene heridas.
Instintivamente y hábilmente, disfrazamos nuestro dolor y ocultamos nuestras heridas. Tenemos mucha práctica en eso. ¿Qué pasaría si nosotros, a la manera de Jesús, conociéramos nuestras heridas como honorables, y nuestro dolor como lo más potente, lo más hermoso de nosotros?