Some years ago, I traveled with my father to Slovakia to visit his family and the home from which he had emigrated some 50 years prior. Ten days of pierogi and vodka, and hugs and kisses connected me more than ever to my Slovak roots. But had I known what questions to ask, I would have dug deeper to better understand the emotional, psychological, and cultural history my father carried from his Slovakian home to our house on Dupont. All of us, for better or worse, have inherited the experiences of those who came before us—their gifts, their struggles, their resilience, and their wounds. We know now about family systems, and the phenomena of generational trauma and ancestral grief. We have learned so much in recent years about the effects of forced immigration and slavery on generations of African American families and the consequences of the systemic destruction of Native American and other indigenous cultures.
Today, our Christmas trip to Bethlehem and Nazareth detours to Jerusalem, where we encounter Jesus, who, at 12, displayed extraordinary insight into his roots and identity. He knew he was deeply connected to God, that he was the “spitting image”—or, as some say, the “spit and image”—of God. That’s our heritage too, of course.
The Incarnation of Jesus means that the presence and power of God’s Spirit is in our flesh and bones, our very DNA, our bodies. That Spirit shapes who we are and, to the extent we claim our divine bloodline, has a profound influence on who generations to come will be. By choosing to live out of our inheritance of belovedness more than out of our woundedness, putting on compassion and kindness, humility, gentleness, and patience, we will pass on the best of our divine inheritance. And, like Jesus, we will do our parents proud.
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Hace algunos años, viajé con mi padre a Eslovaquia para visitar a su familia y el hogar del que había emigrado 50 años antes. Diez días de pierogi, vodka, abrazos y besos me conectaron más que nunca con mis raíces eslovacas. Pero si hubiera sabido qué preguntas hacer, habría profundizado para comprender mejor la historia emocional, psicológica y cultural que mi padre había llevado desde su hogar eslovaco hasta nuestra casa en Dupont. Todos nosotros, para bien o para mal, hemos heredado las experiencias de quienes nos antecedieron: sus dones, sus luchas, su resiliencia y sus heridas. Ahora sabemos sobre los sistemas familiares y los fenómenos del trauma generacional y el duelo ancestral. Hemos aprendido mucho en los últimos años sobre los efectos de la inmigración forzada y la esclavitud en generaciones de familias afroamericanas y las consecuencias de la destrucción sistémica de las culturas indígenas.
Hoy, nuestro viaje de Navidad a Belén y Nazaret se desvía a Jerusalén, donde nos encontramos con Jesús, quien, a los 12 años, mostró una visión extraordinaria de sus raíces e identidad. Sabía que estaba profundamente conectado con Dios. Esa es también nuestra herencia, por supuesto.
La Encarnación de Jesús significa que la presencia y el poder del Espíritu de Dios está en nuestra carne y huesos, en nuestro propio AND, en nuestros cuerpos. Ese Espíritu da forma a lo que somos y, en la medida en que reclamamos nuestro linaje divino, tiene una profunda influencia en quiénes serán las generaciones venideras. Al elegir vivir de nuestra herencia de amada más que de nuestra herida, vistiéndonos de compasión y bondad, humildad, gentileza y paciencia, transmitiremos lo mejor de nuestra herencia divina. Y, al igual que Jesús, enorgulleceremos a nuestros padres.