In Nikos Kazantzakis’ novel, The Last Temptation of Christ, a man complains to Jesus about the hiddenness of God.
“I am an old man. During my whole life, I have always kept the commandments. Every year of my adult life, I went to Jerusalem and offered the prescribed sacrifices. Every night of my life, I have not retired to my bed without first saying my prayers…I have waited for years and years, but in vain…Why? Why?…Why doesn’t God show himself?”
A wise pauper has a response. If one looks directly at the sun, he says, they would be blinded. So too if one looked directly at God. And so, he prays:
“Have pity, Lord, temper your strength, turn down your splendor so that I…may see you!”
And God dials down the awesomeness.
“Thank you, Lord,” the pauper whispered. “You humbled yourself for my sake. You became bread, water, a warm tunic, and a wife and a child in order that I might see you. And I did see you. I bow down and worship your beloved many-faced face.”
After a lifetime of waiting for the Lord and the consolation of Israel, Simeon now holds the Anointed One, the Christ-child—God!—in his arms. “Now I can die in peace,” he whispers. Enlightened at last, Simeon is unafraid of the darkness.
The Creator of the universe turns the splendor way down, reduced to an infant born in a barn. Our vision is thereby adjusted so that, seeing God in that child, we might see God in every child. We might recognize God’s “many-faced face” throughout our mundane lives. Since the Incarnation, every created thing, every created being, all flesh has the potential to be a sacrament. “Earth’s crammed with heaven,” the poet writes. Christmas opens our eyes to the sometimes hidden, but ever-present presence of Jesus Christ. Enlightened at last, we can be unafraid of the darkness.
With gratitude to Fr. Ron Rolheiser, OMI.
***
En la novela de Nikos Kazantzakis, La última tentación de Cristo, un hombre se queja con Jesús de lo oculto de Dios.
“Soy un anciano. Durante toda mi vida, siempre he guardado los mandamientos. Todos los años de mi vida adulta, fui a Jerusalén y ofrecí los sacrificios prescritos. Todas las noches de mi vida, no me he retirado a mi cama sin antes decir mis oraciones… He esperado años y años, pero en vano… ¿Por qué Dios no se muestra a sí mismo?”
Un mendigo sabio tiene la respuesta. Sugiere que, si uno mira directamente al sol, quedaría cegado. Lo mismo sucede si uno mira directamente a Dios. Oró:
“¡Ten piedad, Señor, templa tus fuerzas, baja tu esplendor para que yo pueda verte!”
Por lo tanto, Dios reduce el esplendor.
“Gracias, Señor”, susurró el mendigo. “Te humillaste por mi causa. Te convertiste en pan, agua, túnica caliente, esposa e hijo para que yo pudiera verte. Y te vi. Me inclino y adoro tu amado rostro de muchas caras”.
Después de toda una vida de esperar al Señor y el consuelo de Israel, Simeón ahora tiene al Ungido, el niño Jesús, Dios, en sus brazos. “Ya me puedes dejar morir en paz”, susurra. Iluminado por fin, Simeón no tiene miedo de la oscuridad.
El Creador del universo hace que el esplendor sea muy bajo, reducido a un niño nacido en un pesebre. Nuestra visión se reajusta para que podamos ver a Dios no solo en ese niño, sino en cada niño, y reconocer su “rostro de muchas caras” en nuestras vidas mundanas. Desde la Encarnación: todas las cosas y todas las personas tienen el potencial de ser un sacramento. La Navidad nos abre los ojos a la presencia a veces oculta, pero siempre presente, de Jesucristo. Iluminados por fin, no podemos tener miedo de la oscuridad