Holiday lights, sights, sounds, smells, songs, and stuff: it’s all intended to cheer us up, and it works, for the most part, for most people. For some who suffer, however, the holiday cheerleading is not helpful. It can be abrasive, even cruel. The soaring hopes proclaimed today by Isaiah and David and John are not intended merely to cheer us, a spiritual chuck on the chin. Christian hope is not just wishful thinking or looking on the bright side or cockeyed optimism. It is, rather, looking forward to something revolutionary that has not yet and never been, something quite beyond normal imaginings and expectations: justice and peace not just peeking through but flourishing; lions and tigers and bears with babies. Only a power quite beyond our own can make that be.
Living with Christian hope means having the capacity to let go of control over what is to come and wait with trust and openness for whatever God creates. Christian hope presumes that God, who has forever held us, holds us still and always will. Because of our confidence that we are precious to God, that our life is meaningful to God, we can surrender our future, trusting that the One who promises is faithful. The prophets and apostles and martyrs and saints spent their lives founded on this brand of hope. They lived and died convinced that what God has promised through the ages will inevitably come, though they didn’t know how or when. To paraphrase civil rights leader Ralph Abernathy, they didn’t know what the future held, but they knew who held the future. “I don’t know what the future may hold, but I know who holds the future.”
Festivals are, according to one writer, “sunlit peaks, testifying above dark valleys, to the eternal radiance.” In the face of sickness or struggle, our emptiness, our loneliness, Christians find the heart to keep the feast because of the promise that fires eternal radiance, because of the promise that fuels enduring hope: our persistent longing, our yearning for Something, for Someone more.
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Vistas, sonidos, olores y otras cosas navideñas: todo está destinado a animarnos, y lo hace, en su mayor parte, para algunos. Pero, para aquellos que sufren, la alegría navideña no les es útil. Puede ser abrasivo, incluso cruel. Las grandes esperanzas proclamadas hoy por Isaías, David y Juan no tienen la intención simplemente de animarnos. La esperanza cristiana no es solo optimismo, sino esperar algo revolucionario que aún no ha sido y nunca ha sido, algo más allá de las imaginaciones y expectativas normales: justicia y paz no solo aparecen ocasionalmente, sino que van floreciendo; leones y tigres y osos con bebés así lo muestran. Sólo un poder más allá del nuestro puede hacer que así sea.
Vivir con esperanza cristiana significa tener la capacidad de soltar el control sobre lo que está por venir y esperar con confianza y apertura cualquier futuro que Dios cree. La esperanza cristiana supone que Dios, que siempre nos ha sostenido todavía nos sostiene y siempre lo hará. Podemos entregar nuestro futuro a Dios debido a nuestra confianza de que somos preciosos para Dios, que nuestra vida es significativa para Dios. Los profetas y apóstoles y mártires y santos pasaron sus vidas fundados en este tipo de esperanza. Vivieron y murieron convencidos de que lo que Dios ha prometido a través de los siglos inevitablemente vendrá, aunque no sabían cómo ni cuándo. Parafraseando al líder de los derechos civiles Ralph Abernathy, no sabían lo que deparaba el futuro, pero sabían quién tenía el futuro. “No sé qué puede deparar el futuro, pero sé quién tiene el futuro”.
Según un escritor, festivales son “picos iluminados por el sol, que dan testimonio sobre valles oscuros, del resplandor eterno”. Frente a la enfermedad o la lucha, nuestro vacío, nuestra soledad, los cristianos encuentran el corazón para guardar la fiesta debido a la promesa que enciende el resplandor eterno, debido a la promesa que alimenta la esperanza duradera: nuestro anhelo persistente de Algo y de Alguien más.