My Dad
My dad was born in north Minneapolis in 1921. When he was two years old, his mother took him and his two siblings to her native Slovakia to escape her husband’s unbearable abuse. There, soon after, she died of tuberculosis, as did my dad’s brother and sister. So, my dad moved in with his aunt and uncle down the road. When he was 12, they decided he should return to America. So, they put him on a boat where he found his way to Philadelphia and eventually to Minneapolis. He lived with cousins, and he learned English. As a teen, he worked until he was old enough to join the Marines. When he came home, he got married, and moved in with his in-laws. He and my mom very soon had a baby boy who, when he was 13 months old, died in a car accident. With three sons that followed, my dad was familiar with heartache and heartburn. He worked hard, always two, sometimes three jobs. But he was a relentlessly happy guy. For decades, I heard him say, “If I die tomorrow, I’ve had a great life.” He kept saying that until he died at the age of 96.
Despite my father’s insistence on having a great life, it never seemed all that great to me. He suffered a lot. But he was resilient, optimistic, and content, even joyful. I inherited none of those qualities. (I got my mother’s sarcasm.) But my greatest inheritance is something quite more than any single quality or characteristic. While one’s inherent optimism can serve them well, the less resilient, or those with unrelenting pain or trauma or grief, those who live in the line of constant fire, those with raw, open wounds, need something more durable than a sunny disposition to get through.
My parents were deliberately attached to a community whose dying and rising was deliberately attached to the dying and rising of Jesus Christ. There they learned, then I learned, I heard, I saw, that any and all dying ended in new life. There we encountered a person who, “despite every disappointment,” says theologian Esau McCaulley, “gives us a reason to carry on.” There we inherited hope, Christian hope, Easter hope. That singular brand of hope is indestructible, founded as it is on the truth that Resurrection is a sure thing. Sustaining that hope is demanding and requires the seasoned and well-traveled, those familiar with getting up and out of tombs. That’s what well-practiced Christians do. We don’t deny the darkness, but we choose not to live in it.
If you came here today looking for hope, take a good look around this room. Nobody knows the trouble we, any of us, have seen. Yet here we are, witnesses to the indestructibility of hope. Here we are, the lighthearted and the heavyhearted, all finding the heart to sing, “Alleluia,” again and again.
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Mi Papá
Mi padre nació en el norte de Minneapolis en 1921. Cuando tenía dos años, su madre lo llevó a él y a sus dos hermanos a su Eslovaquia natal para escapar del insoportable abuso de su marido. Allí, mi abuela murió de tuberculosis poco después, al igual que el hermano y la hermana de mi padre. Entonces, mi papá se mudó con sus tíos al final de la calle. Cuando tenía 12 años, decidieron que debía regresar a los Estados Unidos. Así que lo subieron a un barco donde encontró el camino a Filadelfia y, finalmente, a Minneapolis. Vivía con primos y aprendió inglés. Cuando era adolescente, trabajó hasta que tuvo la edad suficiente para unirse a los Marines. Cuando regresó a casa, se casó y se mudó con sus suegros. Él y mi mamá muy pronto tuvieron un bebé que, cuando tenía 13 meses, murió en un accidente automovilístico. Con tres hijos que siguieron, mi papa estaba familiarizado con la angustia y la acidez. Trabajaba duro, siempre dos, a veces tenía hasta tres trabajos. Pero era un tipo implacablemente feliz. Durante décadas, lo escuché decir: “Si muero mañana, habré tenido una gran vida”. Siguió diciendo eso hasta que murió a la edad de 96 años.
A pesar de la insistencia de mi padre en tener una gran vida, nunca me pareció tan buena. Sufrió mucho. Pero era resistente, optimista, contento, incluso alegre. No heredé ninguna de esas cualidades. (Recibí el sarcasmo de mi madre). Mi mayor herencia es algo más que una sola cualidad o característica. Si bien el optimismo inherente de uno puede servirles bien, los menos resistentes, o aquellos con dolor implacable, trauma o pena, aquellos que viven en la línea de fuego constante, aquellos con heridas abiertas, necesitan algo más duradero que una disposición alegre para salir adelante.
Mis padres estaban deliberadamente apegados a una comunidad cuya muerte y resurrección estaba deliberadamente ligada a la muerte y resurrección de Jesucristo. Allí mis padres aprendieron, y luego yo aprendí, escuché y vi, que la muerte siempre termina en una nueva vida. Allí nos encontramos con una persona que, “a pesar de todas las decepciones”, dice el teólogo Esau McCaulley, “nos da una razón para seguir adelante”. Allí heredamos la esperanza, la esperanza cristiana, la esperanza pascual. Esa marca de esperanza es indestructible, fundada como está en la verdad de que la resurrección es algo seguro. Mantener esa esperanza es exigente y requiere personas bien entrenadas para levantarse y salir de las tumbas. Eso es lo que hacen los cristianos. No negamos la oscuridad, pero elegimos no vivir en ella.
Si viniste aquí hoy en busca de esperanza, echa un buen vistazo a esta sala. Nadie sabe los problemas que nosotros hemos visto. Sin embargo, aquí estamos, testigos de la indestructibilidad de la esperanza. Aquí estamos, todos nosotros, los con corazones alegres, y los con corazones pesados, todos encontrando el corazón para cantar, “Aleluya”, una y otra vez.