When I was growing up, my favorite spot in the living room every evening during TV time was next to my mother in her big aquamarine upholstered rocking chair. I’d snuggle in, her right arm around me, my head in the crook of her shoulder. At a certain age and size, at six, maybe seven, when squeezing in next to her was a stretch, I was prodded out, like a fledgling from the nest, and landed on the floor, lying on my stomach next to her chair. My mother could not have known how much I forever missed leaning into her.
An image I most cherish in all Christian art and iconography is that of John, the self-identified Beloved Disciple, leaning into Jesus’ chest at the Last Supper. It’s tender, compassionate, intimate. It never fails to draw me closer to Jesus in my longing, my anxiety, and my fear.
Yes, Jesus loves me, and his consolation is real, but he doesn’t have it all. No skin or hair, no flesh and bones. Whether we’re six or seven or 16 or 70, we need to be held by other incarnate human beings. That’s where you come in. “Christ has no body but yours,” says St. Teresa of Avila. When I don’t have a prayer or a clue, I lean into you. You proclaim the death of the Lord until he comes. And like a mother, a friend, like the master and teacher and Lord and Lover himself, you bend down, lean in, and hold my feet, steadying me.
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Cuando estaba creciendo, mi lugar favorito estaba al lado de mi madre en su gran mecedora aguamarina. Me acurrucaba, su brazo derecho alrededor mio y mi cabeza en el pliegue de su hombro. A cierta edad y tamaño, cuando tenía seis o quizás siete años, cuando acurrucarme junto a ella era difícil, me empujaron, como un polluelo, y caí en el suelo, acostado junto a su silla. Mi madre no podría haber sabido cuánto extrañaba siempre apoyarme en ella.
Una imagen que más aprecio en todo el arte cristiano y la iconografía es la de Juan, el autodenominado Discípulo Amado, apoyado contra el pecho de Jesús en la Última Cena. Es tierno, compasivo, íntimo. Nunca deja de acercarme a Jesús en mi anhelo, mi ansiedad y miedo.
Sí, Jesús me ama, y su consuelo es real, pero no lo tiene todo: la piel, el cabello, la carne y los huesos. Ya sea que tengamos seis, siete, 16 o 70 años, necesitamos ser sostenidos por otros seres humanos encarnados. Ahí es donde entran ustedes. “Cristo no tiene más cuerpo que el tuyo”, dice Santa Teresa de Ávila. Cuando no tengo una oración o una pista, me estabilizan. Proclaman la muerte del Señor hasta que vuelva. Y como una madre, un amigo, como el maestro, o como el mismo Señor amoroso, se inclinan y sostienen mis pies.