The ancient Greeks had a word for someone who was solitary and isolated:“idios”—suggesting that one who didn’t participate in community life, who tried to make it on their own, who didn’t contribute to the common good, was an “idiot.” Likewise, for St. Paul, there is no such thing as a private Christian. From the beginning, he says, God arranged the members of the body as a community: equal disciples, of equal purpose and equal dignity. No one is more baptized or less baptized than another. Every member is vital. No one can dare say to another, “I don’t need you.”
In his inaugural address, Jesus quotes the most far-reaching social justice statement in the Hebrew scriptures. He proclaims Isaiah’s announcement of the jubilee year, an every-50-year event. The jubilee year was the time to reboot, to restore balance and set things right: households recovered absent members, land was returned to its former owners, slaves were freed, and debts forgiven. In a homily sure to provoke, meant to provoke, Jesus announces that, from now on, jubilee is going to be the standard. Because he says so.
Jesus’ jubilee agenda is the Church’s agenda. It doesn’t work unless we do it his way: as a body, in and with company, and with those we have until now been distanced. In our ministry, our worship, our common life as a Catholic community, we must ask not only how we can impact others, but how we can include others. It’s a bold vision: a solidarity of peoplehood that has never yet been experienced in the history of the world. A daunting mission made less so when we don’t go it alone—like idiots.
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Los antiguos griegos tenían una palabra para alguien que era solitario y aislado: “idios”, esto significa que alguien que no participaba en la vida comunitaria, que trataba de hacer algo por su cuenta, que no contribuía al bien común, era un “idiota”. Del mismo modo, para San Pablo, no existe tal cosa como un cristiano privado. Desde el principio, dice, Dios organizó a los miembros del cuerpo como una comunidad: discípulos iguales, de igual propósito e igual dignidad. Nadie está más bautizado o menos bautizado que otro. Cada miembro es vital. Nadie puede atreverse a decirle a otro: “No te necesito”.
En su discurso inaugural, Jesús cita la declaración de justicia social de mayor alcance en las escrituras hebreas. Él proclama el anuncio de Isaías del año jubilar, un evento de cada 50 años. El año jubilar era el momento para reiniciar, para restablecer el equilibrio y arreglar las cosas: los hogares recuperaban a los miembros ausentes, la tierra fue devuelta a sus antiguos dueños, los esclavos fueron liberados y las deudas perdonadas. En una homilía que seguramente provocará, que está hecha para provocar, Jesús anuncia que, a partir de ahora, el jubileo va a ser la norma. Porque él lo dice.
La agenda jubilar de Jesús es la agenda de la Iglesia. No funciona a menos que lo hagamos a su manera: como cuerpo, en y con compañía, y con aquellos con los que hasta ahora hemos estado distanciados. En nuestro ministerio, nuestra liturgia, nuestra vida común como comunidad católica, debemos preguntarnos no solo cómo podemos impactar a los demás, sino cómo podemos incluir a los demás. Es una visión audaz: una solidaridad de pueblo que nunca se ha experimentado en la historia del mundo. Una misión desalentadora que lo hace menos cuando no lo hacemos solos, como idiotas.