Mass would be easier if it I could do it all by myself. Or with people just like me: those who looked like me, talked like me, thought like me, believed just like me. My self-absorption could go unchallenged. If there were just white people here, I’d never have to encounter firsthand those of you who suffer racism. All that talk about prejudice and inequity and white supremacy could remain just liberal academic theory, not the daily experience of the person I’m praying with.
From the beginning, Jesus intended the Eucharist to be a great coming together that would eliminate all divisions and level all hierarchies, a shining moment of solidarity and equality, with his unifying presence at the center: one bread, one body. Our Eucharistic gathering is a rehearsal of what Dr. Martin Luther King, Jr. called the “Beloved Community,” a community of diverse ethnicities and backgrounds that recognizes that every person is made in the image of God, equally valued and respected, their inherent value and dignity affirmed. The Eucharist stands against marginalization of any kind. Rightly celebrated, Eucharist builds and restores right relationships, equitable and just. Only then can we dare to call ourselves the Body of Christ.
In 1962, Dr. King said:
I am convinced that men hate each other because they fear each other. They fear each other because they don’t know each other, and they don’t know each other because they don’t communicate with each other, and they don’t communicate with each other because they are separated from each other.
Dr. G. Marcus Cole, Dean of the Law School at the University of Notre Dame, who is African American, suggests that we won’t undo racism until we stop waiting for people who differ from us to enter our circles. Most of us are not very good at getting to know people different from ourselves: We have to make a deliberate effort to expand our circles. From our beginnings 133 years ago, that has been a hallmark of Ascension. Whether Catholic, Irish, Jewish, African-American, white, native, Mexican or Latin, Protestant, gay or straight or straight from the suburbs, our body has acknowledged each person’s dignity. At least, we’ve made a deliberate effort to do so.
Moving forward as a synodal community, as a Eucharistic community, we will have more opportunities for encounters with others whose life experience is unknown to us, unappreciated by us, and perhaps even feared by us. Will we do it? Or do we just want to be left alone?
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La misa sería más fácil si pudiera hacerla toda por mí mismo. O con gente como yo: los que se parecían a mí, hablarán como yo, pensarán como yo, creyeran lo mismo que yo. Mi ensimismamiento podría quedar sin respuesta. Si solo hubiera gente blanca aquí, nunca tendría que encontrarme de primera mano con aquellos de ustedes que sufren racismo. Toda esa charla sobre prejuicios, inequidad y supremacía blanca podría seguir siendo solo una teoría académica liberal, no sería la experiencia diaria de la persona con la que estoy orando.
Desde el principio, Jesús quiso que la Eucaristía fuera una gran reunión y que eliminará todas las divisiones y jerarquías, un momento brillante de solidaridad e igualdad, con su presencia unificadora en el centro: un pan, un cuerpo. Nuestra reunión eucarística es un ensayo de lo que el Dr. Martin Luther King, Jr. llamó la “Comunidad Amada”, una comunidad de diversas etnias y orígenes que reconoce que cada persona está hecha a imagen de Dios, igualmente valorada y respetada, su valor inseparable y dignidad afirmada. La Eucaristía se opone a la marginación de cualquier tipo. Justamente celebrada, la Eucaristía construye y restaura relaciones rectas. Sólo entonces podemos atrevernos a llamarnos el Cuerpo de Cristo.
En 1962, el Dr. King dijo:
Estoy convencido de que los hombres se odian porque se temen unos a otros. Se temen entre sí porque no se conocen, y no se conocen entre sí porque no se comunican entre sí, y no se comunican entre sí porque están separados el uno del otro.
El Dr. G. Marcus Cole, Decano de la Facultad de Derecho de la Universidad de Notre Dame, que es afroamericano, sugiere que no desharemos el racismo hasta que dejemos de esperar a que las personas que difieren de nosotros en nuestros círculos. La mayoría de nosotros no somos muy buenos para conocer a personas diferentes a nosotros: tenemos que hacer un esfuerzo deliberado para expandir nuestros círculos. Desde nuestros inicios hace 133 años, ese ha sido un sello distintivo de la Ascensión. Ya sean católicos, irlandeses, judíos, afroamericanos, blancos, nativos, mexicanos o latinos, protestantes, nuestro cuerpo ha reconocido la dignidad de cada persona. Al menos, hemos hecho un esfuerzo deliberado para hacerlo.
Avanzando como comunidad sinodal, como comunidad eucarística, teneremos más oportunidades de encuentro con otros cuya experiencia de vida desconocida por nosotros, no apreciada por nosotros, y tal vez incluso temida por nosotros. ¿Lo haremos? ¿O queremos que nos dejen solos?