There is a legend about the brilliant bishop, St. Augustine. While walking on the beach one June day, he came upon a little boy with a bucket, running back and forth from sea to shore, pouring water into a hole he had dug in the sand. Augustine watched a while, and finally asked, “What are you doing?” The child explained, “I’m putting the ocean into this hole.” When Augustine suggested that getting the mighty ocean to fit into a small hole might be impossible, the boy replied, “Just as you can’t fit the Trinity into your tiny little brain.” That response from an intemperate angel was what Augustine needed to hear: try as we might, there’s no fitting the infinite God into the finite mind.
Today, in pulpits everywhere, preachers with much tinier brains than Augustine’s strain to explain the most sublime and mysterious of beings. But not even on Trinity Sunday does scripture offer explanations of God. Scripture, rather, records God’s actions. God leaves the heavens today after Moses’ touching request to have God join him on his journey: “Do come along,” he asks God. St. John tells us that that same God takes on flesh and comes along with us. What moved the first Christians was not an understanding of God, but their experience of God: their living encounter with Jesus Christ, the ultimate expression of the Creator’s love, and their Spirit-filled communion: love in the flesh. We may find explaining the Trinity a challenge, but experiencing the Trinity is a no-brainer: God is for us, God is alongside us, God is within us.
Father Richard Rohr writes, “Every name falls short of your Goodness and Greatness…We can only see who You are in what is. We ask for such perfect seeing.”
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Hay una leyenda sobre el brillante obispo, San Agustín. Esta nos dice que mientras caminaba por la playa un día de junio, se encontró con un niño pequeño con un cubo, corriendo de un lado a otro, iba del mar a la orilla, vertiendo agua en un agujero que había cavado en la arena. Agustín observó un rato y finalmente le preguntó: “¿Qué estás haciendo?” El niño explicó: “Estoy poniendo el océano en este agujero”. Cuando Agustín sugirió que podría ser imposible hacer que el poderoso océano se metiera en un agujero pequeño, el niño respondió: “Así como no puedes meter la Trinidad en tu cerebro pequeño”. Esa respuesta de un ángel destemplado era lo que Agustín necesitaba escuchar: por mucho que lo intentemos, no hay ajuste del Dios infinito en la mente finita.
Hoy, en púlpitos de todas partes, predicadores con cerebros mucho más pequeños que el de Agustín se esfuerzan por explicar el más sublime y misterioso de los seres. Pero ni siquiera la Solemnidad de la Santísima Trinidad las escrituras ofrecen explicaciones de Dios. Las escrituras, más bien, registran las acciones de Dios. Dios deja los cielos hoy después de la conmovedora petición de Moisés para que Dios se una a él en su viaje: “Ven con nosotros”, le pide a Dios. San Juan nos dice que ese mismo Dios se hace carne y viene con nosotros. Lo que movió a los primeros cristianos no fue la comprensión de Dios, sino su experiencia de Dios: su encuentro vivo con Jesucristo, la expresión última del amor del Creador, y su comunión llena del Espíritu: el amor en la carne. Podemos encontrar que explicar la Trinidad es un desafío, pero experimentar la Trinidad es obvio: Dios es para nosotros, Dios está a nuestro lado, Dios está dentro de nosotros.
El Padre Richard Rohr escribe: “Cada nombre no llega a tu Bondad y Grandeza…Sólo podemos ver quién eres en lo que es. Pedimos una visión tan perfecta”.