Where are you going?” “How long will you be gone?” “Who will take care of us?” Like kids watching Mom head out the door, the disciples look to Jesus as he leaves and wonder, “What will happen to us after you’re gone?” Jesus prepares his disciples for his impending Ascension with an intimate conversation, promising to send his Spirit to give them strength and direction, and provide for their long-term care.
This story, St. John’s gospel, was written around the year 90, so Jesus had, in fact, been gone for some time. So, it wasn’t wishful thinking on the writers’ part. The disciples wouldn’t have written about it if they hadn’t already experienced what Jesus had promised.
Of course, Jesus promises us the same. But experiencing that promised spirit presumes a relationship with Jesus. It occurred to me last Sunday as we confirmed a cathedral-full of youth, including many from Ascension, that our talk about how we get those gifts of the Holy Spirit—wisdom, counsel, understanding, etc.—is misleading. We speak as if those gifts will just drop in, delivered by some heavenly drone, just for the asking. But they are the fruit of a right relationship with Jesus. It was the day after the Buffalo shootings, and I found myself praying again for the gift of Romero-like fortitude, the moral courage to speak the truth, the strength to withstand the pressure to give up the Gospel in the face of indifference or hostility. The gift of fortitude, as I experience it, is knowing that Jesus has my back: really feeling Jesus’ encouraging and steadying hand on my back. Again, I experience that when I am in relationship with Jesus, speaking to him, listening to him, inviting him into the significant and the mundane, into my grieving, my discerning, my celebrating, having Jesus as a friend, a companion, an intimate.Because such a relationship is spiritual and mysterious, some think it’s nuts. It is, a little.
My relationship with Jesus is okay. I let him into the room. But most of the time, I have him stand in the corner and shut up while I stubbornly take on my life and its struggles alone. Jesus wants to be closer. He wants, as he says, to make his dwelling with me, for us to make a home, to be at home. He not only wants to be in the room, he wants to be next to me. He not only wants to be next to me, he wants to hold me. So why don’t I let him? What, I wonder, am I afraid of?
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“¿A dónde vas?” “¿Cuánto tiempo te irás?” “¿Quién nos cuidará?” Como los niños que ven a mamá salir por la puerta, los discípulos miran a Jesús cuando se va y se preguntan: “¿Qué será de nosotros después de que hayas ido?” Jesús prepara a sus discípulos para su inminente Ascensión con una conversación íntima, prometiendo enviar su Espíritu para darles fuerza y dirección, y proveerles para su cuidado a largo plazo.
Esta historia en el evangelio de San Juan fue escrita alrededor del año 90, por lo que Jesús, de hecho, ya se había ido desde hace tiempo atrás. Por lo tanto, no fue una ilusión por parte de los escritores. Los discípulos no habrían escrito sobre esto si no hubieran experimentado ya lo que Jesús había prometido.
Por supuesto, Jesús nos promete lo mismo. Pero experimentar ese espíritu prometido supone una relación con Jesús. Se me ocurrió el domingo pasado cuando confirmamos una catedral llena de jóvenes, incluidos muchos de la Ascensión, que nuestra charla sobre cómo obtenemos esos dones del Espíritu Santo —sabiduría, consejo, inteligencia, etc.— es engañosa. Hablamos como si esos regalos simplemente llegaran, entregados por algún dron celestial, solo pidiéndoles y ya. Era el día después de los tiroteos en Buffalo, y me encontré deseando de nuevo el don de la fortaleza, el coraje moral para decir la verdad, la fuerza para resistir la presión de renunciar al Evangelio ante la indiferencia o la hostilidad de lo que está pasando. El regalo, tal como lo experimento, es saber que Jesús me respalda: realmente sintiendo la mano alentadora y firme de Jesús en mi espalda. Lo experimento cuando estoy en una relación correcta con Jesús, hablándole, escuchándolo, invitándolo a lo significativo y lo mundano, a nuestro duelo, a nuestro discernimiento, a nuestra celebración, a tener a Jesús como amigo, y compañero íntimo. Debido a que tal relación es espiritual y misteriosa, algunos piensan que es una locura. Sí es un poco loco.
Tengo una buena relación con Jesús. Lo dejó entrar en mi habitación. Pero la mayoría de las veces, lo hago pararse en la esquina y guardar silencio cuando asumo obstinadamente mi vida y pretendo luchar solo contra mis problemas. Jesús quiere estar más cerca de mí. Quiere, como él dice, hacer su morada dentro de mi, estar en casa conmigo. No solo quiere estar en la habitación, quiere estar a mi lado. Él quiere abrazarme. Entonces, ¿por qué no lo dejo? y me pregunta ¿A qué le tengo miedo?