Legend has it that as the brilliant bishop, St. Augustine, was walking on the beach, he came upon a little boy with a bucket, running back and forth from sea to shore, pouring water into a hole he had dug in the sand. Augustine watched a while, and finally asked, “What are you doing?” The child explained, “I’m putting the ocean into this hole.” When Augustine suggested that getting the mighty ocean to fit into a small hole might be impossible, the boy replied, “Just as you can’t fit the Trinity into your tiny little brain.” That response from an intemperate angel was what Augustine needed to hear: try as we might, there’s no fitting the infinite God into the finite mind.
Today, in pulpits everywhere, preachers with much tinier brains than Augustine’s strain to explain the most sublime of mysteries. But not even on Trinity Sunday does scripture offer explanations of God. Scripture, rather, records God’s actions: signs and wonders, including God’s voice in the midst of fire. What moved the first Christians was not an understanding of God, but their experience of God: the Creator’s love enfleshed in their living encounter with Jesus Christ and their Spirit-filled communion.
While we, like Augustine, will never achieve a satisfying explanation or understanding of God, the experience of God is accessible and available. As Father Richard Rohr writes, “Every name falls short of your Goodness and Greatness …We can only see who You are in what is.” “What is” are signs and wonders, God’s voice in the midst of fire, God for us, God alongside us, God within us.
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Según una leyenda, el brillante obispo, San Agustín, caminaba por la playa cuando se encontró un niño pequeño con una cubeta, corriendo de un lado a otro, iba del mar a la orilla, vertiendo agua en un agujero que había cavado en la arena. Agustín observó un rato y finalmente preguntó: “¿Qué estás haciendo?” El niño explicó: “Estoy metiendo el océano en este agujero”. Cuando Agustín sugirió que hacer que el poderoso océano cupiera en un pequeño agujero podría ser imposible, el niño respondió: “Así como no puedes meter la Trinidad en tu pequeño cerebro”. Esa respuesta de un ángel desmedido era lo que Agustín necesitaba escuchar: por mucho que lo intentemos, no hay forma de encajar al Dios infinito en la mente finita.
Hoy, en los púlpitos de todas partes, predicadores con cerebros mucho más pequeños que el de Agustín se esfuerzan por explicar el más sublime de los misterios. Pero ni siquiera en el Domingo de la Trinidad las Escrituras ofrecen explicaciones de Dios. Las Escrituras, más bien, registran las acciones de Dios: milagros, incluyendo la voz de Dios desde el fuego. Lo que movió a los primeros cristianos no fue el entendimiento de Dios, sino su experiencia de Dios: el amor del Creador encarnado en su encuentro vivo con Jesucristo y en su comunión llena del Espíritu.
Si bien nosotros, como Agustín, nunca lograremos una explicación o un entendimiento satisfactorio de Dios, la experiencia de Dios es accesible y disponible. Como escribe el Padre Richard Rohr: “Cada nombre está por debajo de tu Bondad y Grandeza… Solo podemos ver quién eres en lo que es”. “Lo que es” son milagros, la voz de Dios desde el fuego, Dios por nosotros, Dios junto a nosotros, Dios dentro de nosotros.